Chile vive un estado de emergencia, pero pocos lo notan. Probablemente eso será evidente en la próxima década, pero entonces es posible que sea tarde para cambiar el curso de los acontecimientos. Las sociedades tienen un parecido con las fuerzas geológicas: imperceptiblemente acumulan energías antagónicas por largo tiempo hasta liberarlas de manera sorpresiva y destructora.

Eso es lo que está ocurriendo con la democracia chilena gracias al descrédito bien ganado de las elites, que han sido incapaces de reformar el sistema de relaciones sociales y económicas, sobre el cual está fundado el acuerdo de convivencia nacional. La ilusión de un país que se encamina al progreso de sus habitantes en un marco de justicia y equidad ha dado paso a la desilusión y a la búsqueda de alternativas que dejan la puerta abierta al populismo de derecha e izquierda.

De qué otra manera puede explicarse que desde 2009 los ciudadanos que aun votan para elegir a las principales instituciones -Presidencia, Congreso y Municipalidades- hayan transitado de la centro izquierda bacheletista a la centro derecha piñerista, luego vuelta a la izquierda y nuevamente a la derecha. Y en medio de ese rumbo zigzagueante se abren paso nuevas tendencias peligrosas para la democracia: el Frente Amplio, dominado por la izquierda radicalizada y la Acción Republicana de José Antonio Kast, en la extrema derecha.

Actor principal de esta búsqueda son las nuevas capas medias, grupo social que salió de la pobreza gracias al crecimiento económico del país en los últimos 30 años. Son familias que conocen la vulnerabilidad y a toda costa desean garantías de un futuro mejor para sus hijos mediante la estabilidad laboral, el mejoramiento de las remuneraciones, seguridad ante la creciente delincuencia, y un acceso equitativo a la educación y la salud.

Ellos, entre otros, han caído en la desilusión a la que ahora se suma una nueva fuerza negativa: la indignación que provoca la cadena de corrupciones revelada desde 2015: el financiamiento ilegal de los políticos, los abusos sexuales en la iglesia católica, los millonarios robos en Carabineros y el Ejército, las colusiones empresariales en los precios de pollos y papel higiénico, y más recientemente el escándalo de irregularidades en la Corte de Apelaciones de Rancagua, por nombrar algunos.

La percepción que tiene la ciudadanía de que las elites hacen y deshacen está desmoronando la creencia en que las instituciones sí funcionan y si no se cambia esa visión lo más probable es que efectivamente estemos en camino a una crisis, cuyo supuesto remedio puede ser tan malo o peor que la enfermedad.

Paradójicamente los llamados a enfrentar esta desilusión e indignación son estas mismas elites, llámense autoridades de gobierno, parlamentarios, directivas máximas de los partidos, cúpulas empresariales, jueces, militares, policías y pastores, que gozan del descrédito. Para cambiar el rumbo de los acontecimientos a ellos tendrán que sumarse otras voces ciudadanas, hoy ausentes de este debate pero indispensables: los colegios profesionales, las universidades, los sindicatos, los medios de comunicación. Entre todos es posible articular un nuevo acuerdo nacional que contemple las reformas más anheladas por los ciudadanos: crecimiento económico con incentivos empresariales y respeto a los derechos laborales, salud sin discriminación, mejoramiento progresivo de las pensiones y castigo severo a la corrupción.

Por la trascendencia de un esfuerzo de esta naturaleza, el llamado a liderarlo es el Presidente de la República.