jueves, abril 25, 2024

Carlos Peña artero con Longueira: “Sumisión y lealtad canina con SQM”

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Siempre lo describimos así, como el el gran “Sermón de la Semana”, la columna que escribe Carlos Peña, en el cada vez menos leído diario El Mercurio, que trata de afianzarse en una elite que se moderniza y no lee el impreo, pero este es un análisis para otro tema. Lo de hoy es magistral, Carlos Peña pone delante de su púlpito al que podría haber sido –y lo fue- el “niño pródigo” de la política chilena post dictdura: Pablo Longueira, que de pro hombre paso a ser un vllano más abducido por la corrupción.

Bajo el título “El caso Longueira” Carlos Peña escribe:

“A Pablo Longueira solía atribuírsele una rara cualidad. La de ser un político de Estado, alguien capaz de sacrificios incluso en favor de sus adversarios: los acuerdos que siguieron al caso MOP-Gate, la vez en que promovió una ley para salvar las inscripciones de la DC, la disposición a llevar una candidatura presidencial sobre los hombros de una depresión, etcétera.

A la luz de eso, un político sacrificial.

La semana pasada acaba de descubrirse otra cualidad igualmente notable: la capacidad que tenía de informar a Patricio Contesse y a SQM, con diligencia de estafeta y lealtad perruna, los avatares del royalty y la reforma tributaria y -a juzgar por el informe de Shearman & Sterling- su disposición a tolerar, con sumisión evangélica, que personas relacionadas a él recibieran de esa misma empresa poco más de un millón de dólares.

A la luz de eso, un político pícaro.

La primera cualidad que solía atribuírsele, la de hombre de Estado, lo hizo apoyar la ley que regulaba el financiamiento electoral; la segunda cualidad que se acaba de revelar lo empujó, al parecer, a transgredirla.

Cuando el reportaje de la revista Qué Pasa puso de manifiesto sus tratos con SQM, Pablo Longueira, no se sabe si revelando incomprensión del problema, audacia sin límites o vergüenza inexistente, escribió una columna en este mismo diario. En ella no explicó ni un ápice de su conducta -nada menos que participar en un intercambio tácito de dinero por influencia-, sino que ¡se quejó de la mala imagen del oficio que él mismo, según se sabe ahora, ha contribuido a desacreditar! Dijo que su contacto regular con Contesse revelaba su incombustible vocación por el diálogo. Dijo que su labor de parlamentario lo obligaba justamente a parlamentar. Dijo que su quehacer consistía en tejer acuerdos. Dijo que la política era un actividad noble «al servicio de nuestro semejantes» (no aclaró la identidad de estos últimos). Dijo que todo eso derivaba de la enseñanza ignaciana que había recibido.

Dijo todo eso, pero no dijo nada acerca del problema en el que estaba envuelto.

El pudor debió impedirle explicar por qué su sumisión a Contesse (¿De qué otra forma llamar a la lealtad canina que, una y otra vez, le manifiesta en los correos?) estuvo acompañada de entregas regulares de dinero, en total casi un millón de dólares, a personas relacionadas con él. Debió también ser el pudor, y la humildad que aprendió en los patios del Colegio San Ignacio, el que le impidió explicar por qué un CEO de una empresa afectada por las regulaciones en cuyo diseño él participaba debía recibir información pormenorizada acerca del proceso legislativo y las negociaciones que en él se llevaban a cabo.

Todo eso calló Longueira.

Justificó el silencio acerca de su propia conducta en el hecho que, como todo ciudadano, tenía derecho a defenderse.

Y es verdad. Pero su derecho a guardar silencio lo es frente a la coacción estatal: quien quiera aplicarle una pena penal tiene la obligación de probar lo que se le imputa y mientras tanto el juez debe presumirle inocente.

Pero todo eso que vale ante la coacción estatal (guardar silencio cuando se le imputa un delito penal) no vale frente a la opinión pública que le pide cuentas por sus actos como político que aspiró a la conducción del Estado.

Pablo Longueira está obligado a explicar a la opinión pública
por qué informaba con fidelidad de estafeta y rapidez de reportero radial los avatares del proceso legislativo a Contesse y por qué personas relacionadas con él (según el informe de Shearman & Sterling) recibieron ingentes cantidades de dinero de parte de SQM. ¿O acaso alguien que apenas ayer aparecía como un hombre de Estado y aspiraba a ser Presidente de la República no debe explicar ese tipo de conductas?

Cuando se piden respuestas a esas preguntas, no se están exigiendo los máximos estándares morales ni olvidando que en los políticos hay una mezcla de egoísmo y altruismo (como insinuó un editorial de este mismo diario, preocupado porque las críticas a los políticos pudieran desprestigiar a la política como actividad). Se está pidiendo un mínimo: que expliquen su conducta ante los mismos ciudadanos cuya confianza demandaban, en vez de huir de la opinión pública a través del artilugio de escribir cantinfladas.

Por supuesto, todo lo que se exige a Longueira vale también para todos quienes, junto con aplaudir inexplicablemente la columna de Longueira, como es el caso del senador Pizarro o Juan Pablo Letelier, deben explicaciones a la opinión pública acerca de su propio financiamiento.

Salvo, claro, que todos ellos confíen, para superar este problema, en que a nadie puede acusársele de transgredir la ley allí donde nadie la respeta”.

Después de esta columna, si algo de dignidad le queda al aludido, sólo le queda renunciar a la UDI y pedir que su partido no siga defendiendo lo indefendible, cuestión que le vale a todos los partidos políticos que tienen entre sus filas a personas involucradas en hechos de corrupción, financiamiento irregular (ilegal) u otras argucias reñidas con los nuevos tiempos de transparencia.

Es hora de que la mal llamada “clase política” se dé cuenta que los tiempo han cambiado y para siempre.

CARLOS PEÑA LONGUEIRA

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