jueves, marzo 28, 2024

Carlos Peña por la fallida marcha contra la inmigración defiende la libertad de expresión aunque exacerba la xenofobia

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Este domingo se había convocado por varias vías, incluidas las redes sociales, la primera «Marcha nacional No a la nueva Ley de Migración: +salud +trabajo +educación para los chilenos”, se realizaría a las 11  de la mañana desde Plaza Baquedano-Italia, pero no obtuvo la autorización de la Intendencia, por múltiples razones, y este es el tema elegido  por el abogado Carlos Peña para su columna- sermón dominical en la que analiza el significado de la libertad de expresión, la xenofobia y la posición de la derecha e izquierda, señalado -sobre los convocantes-: «Ese grupo más bien minoritario de personas que convocaron a una manifestación en contra de la inmigración —a algunos el desvarío les asoma a los ojos cuando hablan— estaban en su derecho de hacerlo».

El siguiente es el texto completo del análisis de Peña:

Concederles ese derecho, sin embargo, no debe conducir al error de aceptar lo que dicen o promueven. La idea de que los migrantes despojan a los chilenos de oportunidades y les disputan el empleo u otros bienes como la salud, motivo por el cual los verdaderos patriotas debieran oponerse a la entrada de inmigrantes, no solo es una falacia y una mentira, es un simple disfraz para algo más peligroso y más profundo: la xenofobia, el miedo atávico y tribal a quien viene de un sitio distinto y pertenece a otra cultura.

«Uno de los principios básicos de una sociedad abierta y democrática lo constituye la defensa de la libertad de expresión. Esta incluye no solo el discurso en sentido estricto, sino también la ejecución de gestos, actuaciones, performances o payasadas (recientemente ha habido varias). En suma, una sociedad abierta, en principio, no pone restricciones a la manera en que los individuos comunican sus ideas acerca del mundo ni controla el contenido de las mismas.

¿Incluye eso a quienes se oponen a la inmigración? Por supuesto que sí. La libertad de expresión, al igual que todos los derechos fundamentales, no depende de lo que su titular piense, crea o comunique. Usted puede pensar estupideces o creer supersticiones y la sociedad democrática le concede el derecho a comunicarlas y hacerlas saber a los demás, aunque se trate de expresiones que molesten u ofendan a la mayoría (y la cultura de los derechos se prueba por la capacidad de esta última de tolerarlos).

Así entonces, ese grupo más bien minoritario de personas que convocaron a una manifestación en contra de la inmigración —a algunos el desvarío les asoma a los ojos cuando hablan— estaban en su derecho de hacerlo.

Concederles ese derecho, sin embargo, no debe conducir al error de aceptar lo que dicen o promueven. La idea de que los migrantes despojan a los chilenos de oportunidades y les disputan el empleo u otros bienes como la salud, motivo por el cual los verdaderos patriotas debieran oponerse a la entrada de inmigrantes, no solo es una falacia y una mentira, es un simple disfraz para algo más peligroso y más profundo: la xenofobia, el miedo atávico y tribal a quien viene de un sitio distinto y pertenece a otra cultura. Se trata de una pasión irracional y peligrosa que, como lo muestra la historia, cuando se la deja crecer o se la estimula, acaba conduciendo a las peores demasías.

Y desgraciadamente esa semilla xenófoba algún suelo fértil tiene en Chile. Un sector de la derecha, en especial, ha cultivado los gestos y la imaginería del nacionalismo (es cosa de recordar al Partido Nacional y su predilección por el huaso y la tonada). Y la izquierda tampoco lo hace mal; aunque a otra escala. El internacionalismo proletario fue también una forma de organizar el rechazo del otro (en este caso del otro no proletario). Se suman a ellos los grupos ascendidos que ahora presumiendo de linaje, olvidaron, a su vez, que en su propio origen hay un inmigrante, árabe, judío, sefardí o alemán, descalzo (y ahora arriscan la nariz cuando miran uno). Todos esos pretextos para reivindicar una comunidad invisible son prejuicios antiliberales que de pronto sirven de levadura al espíritu patriotero y excluyente.

Los movimientos antimigración son por eso un error moral y político.

Las sociedades modernas son, afortunadamente, plurales. En ellas coexisten personas con trayectorias vitales, formas de vida, creencias y orígenes muy distintos. Nada hay de uniformidad en ellas. La vieja idea de la nación como un pasado compartido, un origen común para todos los que habitan un determinado territorio, un origen que se hundiría en la noche de los tiempos, una hermandad inmemorial, es una tontería obviamente falsa, una simple fantasía, que debe ser sustituida (ya lo insinuaron Renan y Ortega) por la idea de la nación como un conjunto de personas con un futuro común. Negros, blancos, mestizos, cobrizos o lo que fuera, de la etnia que fuera, y con prescindencia del lugar que hayan nacido, el idioma que hablen o la entonación que posean al hablar el español, lo que coman o cómo vistan o se diviertan, deben estar llamados a ese futuro común que no puede ser otro que construir, seguir construyendo, una democracia moderna que no aspira a la uniformidad, sino que estimula la diferencia. Creer, en cambio, que el accidente del nacimiento, el lugar donde estaba la cuna en que alguien vino al mundo, le confiere un derecho especial sobre un territorio, una suerte de primacía sobre quienes nacieron en otro lugar, es una de las ideas más estúpidas que circulan en el espacio público.

La porfía y facilidad con que esa idea arraiga en momentos de crisis, o alentada por liderazgos histéricos (es cosa de ver cómo la ausencia de dudas y el ansia de figuración refulge en sus ojos), indica, sin embargo, que hay algo en la condición humana que, bajo ciertas circunstancias, acaba en el rechazo o el desprecio del otro. Es probable que la dificultad que tienen los espíritus xenófobos y aldeanos para definir lo que dicen defender provea una pista: se trata de cuestiones vagas e indefinibles que esconden, sugiere el psicoanálisis, simplemente la creencia de que el otro, el distinto, el vecino, esconde un secreto (¿de qué ríe?, ¿por qué celebra?, ¿qué trama?).

La vida civilizada consiste en domesticar esas pulsiones mudas, racionalizarlas y conducirlas hasta alcanzar el respeto, y la ventaja de las sociedades abiertas y democráticas —no hay que olvidarlo— es que lo logran abrazando la diversidad y viendo en ella no un obstáculo que hay que remover, sino un bien que hay que cultivar», remata Peña.

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