Carlos Peña y la Convención Constituyente asegurará una Constitución con «la máxima legitimidad posible»

Nadie está en condiciones de prever el contenido de la futura Carta Constitucional; pero todos están en condiciones de aseverar cuál debe ser el procedimiento que habrá de seguirse para que ese contenido —fuere cual fuere— esté provisto de la máxima legitimidad posible.

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Este domingo 4 de julio, día de la Indepenendencia de los Estados Unidos y día que recuera la primera sesión del Congreso de Chile, se inicia la Conveción Constitucional con sus 155 miembros y que puso fin -en lo formal- al llamado estallido social inciado en 2019 y que puso al gobierno de Sebastián Piñera de roillas y a punto de caer. Los 155 convencionales están conformados por: 37 de Vamos por Chile; Apruebo Dignidad 28; La Lista del Pueblo 28; Lista del Apruebo 25; Independientes No Neutrales 11; Independientes de otras listas o sin pactos 10; Pueblos Orginarios 17.

Hoy los 155 consvencionales inician su trabajo con varias polémicas faranduleras puesta por cierta prensa, pero el fondo de esta instancia es que definirá el futuro de la República y en esta línea Carlos Peña se refiere justamente a lo más relevante de esta Convención: La redacció de una Nueva Constitución: «Nadie está en condiciones de prever el contenido de la futura Carta Constitucional; pero todos están en condiciones de aseverar cuál debe ser el procedimiento que habrá de seguirse para que ese contenido —fuere cual fuere— esté provisto de la máxima legitimidad posible».

El siguiente es el analisis del abogado que tituló: «El deber del optimismo»:

¿Hay razones para el optimismo o, en cambio, para estar pesimistas acerca del resultado del proceso constitucional que hoy se inicia?

Parece haber razones para el pesimismo.

Desde luego, la convocatoria para discutir una nueva Constitución surge en medio de circunstancias turbulentas, que fomentan más la pasión que la razón. Hay, pues, una paradoja en el proceso que hoy se instala: nunca fue más necesario el diálogo reflexivo; pero, al mismo tiempo, nunca parece haber habido menos disposición para alcanzarlo.

Se suma a lo anterior la política de la identidad que en Chile ha estallado. Las personas en vez de encontrarse en medio de la experiencia de una igual ciudadanía, hoy día se esmeran en subrayar una identidad particular fundada en la etnia, el género o la orientación sexual. Ese empeño por subrayar la identidad —erigiéndola en fuente de las propias convicciones, como si el propio estatus cultural fuera más fuerte que los argumentos— amenaza con lesionar el debate democrático.

En fin, cunde la fantasía de que la sociedad descansa sobre la voluntad de quienes la componen, de que lo que en ella ocurre o deja de ocurrir, la fisonomía que posee o la trayectoria que exhibe, provendría del simple acuerdo entre los individuos. Desgraciadamente, no es así. Las sociedades, como las personas, son dependientes de una trayectoria que las acompaña, que configuran, como una sombra de la que no pueden alejarse, sus posibilidades y sus límites.

Esos factores podrían alimentar el conflicto, la discordia y el voluntarismo a ultranza.

Y, sin embargo, a pesar de todos esos factores, pesan más las razones que invitan al optimismo.

La sociedad chilena, como consecuencia de los procesos que ha vivido en las últimas décadas —los treinta años—, es hoy día una sociedad diversa, en la que coexisten formas de vida que son a veces inconmensurables entre sí. Los tradicionales imaginarios con que se cimentaba la comunidad política —la idea de nación, de una memoria común, de una raíz compartida— ya no poseen fuerza orientadora. El resultado es una sociedad cuyos vínculos se han debilitado y la única forma de recomponerlos es mediante el diálogo y la reflexión. En condiciones modernas el cemento de la sociedad, eso que la unifica y la cohesiona, tiende a languidecer (es lo que ha ocurrido al Chile contemporáneo) y la única alternativa es reconstruirlo mediante el diálogo democrático. Lo otro sería renunciar a la comunidad política. Porque solo hay comunidad política allí donde hay un conjunto de principios que orientan el esfuerzo colectivo y al que los ciudadanos deben lealtad. La tarea de los convencionales, o convencionistas, es erigirlos: alcanzar esos principios con un nivel de abstracción suficiente que permitan la máxima diversidad y al mismo tiempo la cooperación.

Los miembros electos de la Convención al asumir hoy su cargo asumen ese compromiso. No necesitan explicitarlo verbalmente ni tampoco jurarlo o prometerlo. Su sola asistencia al acto manifiesta su voluntad de aceptarlo. De negarse a ese compromiso se configuraría una contradicción de esas que los filósofos llaman performativa: los convencionales socavarían el presupuesto que les permite existir. Ese presupuesto que explica su presencia hoy y al que al asistir se obligan es este: la necesidad de reconstituir, mediante el diálogo y la deliberación, los lazos que constituyen a la comunidad política.

Los convencionales están atados a ese deber y la ciudadanía es su acreedor.

Después de todo, y sobra decirlo, por el hecho de haber elegido a la Convención no debe entenderse que la ciudadanía, la prensa, las universidades, el conjunto de la sociedad civil han abdicado de su obligación de atender y vigilar los asuntos públicos. ¿Y qué asunto público digno de mayor escrutinio permanente y de control crítico habrá en los siguientes meses que el trabajo de la Convención?

Nadie está en condiciones de prever el contenido de la futura Carta Constitucional; pero todos están en condiciones de aseverar cuál debe ser el procedimiento que habrá de seguirse para que ese contenido —fuere cual fuere— esté provisto de la máxima legitimidad posible.

Así entonces, hay motivos suficientes para el optimismo: todos conocen los deberes de racionalidad que pesan sobre los convencionales; ellos al asistir hoy los aceptaron; y la obligación de la ciudadanía, la prensa, las universidades, la sociedad civil es alentar, y llegado el caso exigir, su cumplimiento», remata Peña.

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